domingo, 22 de enero de 2012

Ayer bebí con total desprecio por los domingos, sin ningún respeto por las mañanas, con total indiferencia hacia mi hígado y con la idea en la cabeza de que yo era como un Rolling y me podía subir a tocar después de ocho yonkilatas y como si nada ale, to feel the vibrations. Por el frío no sentía las manos y casi no podía tocar, por no haber hecho prueba de sonido no era capaz de oir nada, y por ir to ciego había perdido esa sensación de culpabilidad que normalmente me habría embriagado de verme subido a un escenario sin saber qué pollas hacer con lo que tenía ahí colgado (mi abogado). Así que me fumé un piti. Pero eh, sin más, bien está lo que bien acaba. Pero hoy la resaca me ha despertado ese mal sabor de boca que te lleva a pensar cosas como que ya no quiero que se nos hable más de “la ciudad” y de “el campo”, y menos aún de su antigua oposición. Eso que se extiende a nuestro alrededor no la recuerda ni de cerca ni de lejos: ésta es un tapiz urbano único, sin forma y sin orden, una zona desolada, indefinida e ilimitada, un continuum mundial de hipercentros museificados y de parques naturales, de grandes urbanizaciones e inmensas explotaciones agrícolas, de zonas industriales y urbanizadas, de casas rurales y de bares de moda: la metrópolis. Existió la ciudad antigua, la ciudad medieval o la ciudad moderna: no hay ciudad metropolitana. La metrópolis quiere ser la síntesis de todo el territorio. Todo cohabita en ella, no tanto geográficamente sino por el tejido de sus redes. Eso y que todo ello nos aisla a las unas de las otras, es domingo noche y no tengo ninguna alternativa de ocio que compartir con mi madre y mi hermana más allá de un cine y vuelta a casa, por todo ello, tres meses de vida comunitaria son suficientes para sentir los lazos y darse cuenta de que esa vida, la anterior, no es la verdadera, no es la que quieres. Pero vamos, que darse cuenta no es la solución, es sólo el principio del problema. O bueno alomejor no.

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