miércoles, 30 de marzo de 2011

De las dos guerras en la guerra





Porque antes de que se cumpliera un mes, el Flaco ya había empezado a fumar hierba como un orangután y descubierto que había otra guerra encima de la guerra, una guerra alucinada en la que amarillos ciegos de opio asaltaban los búnkeres con bayonetas arcaicas y los americanos, puestos de marihuana, los recibían a balazos. Y luego estaban los coreanos del norte, que bebían un trago de soju justo antes de lanzarse sin orden ni concierto contraametralladoras enemigas gobernadas por marines puertorriqueños que nadaban en metaanfetaminas para no dormirse durante las guardias. Y luego estaban los civiles, pequeños y monstruosos, que se deslizaban entre los cultivos y la selva borrachos de nongyú, sosteniendo un puñal entre los dientes, con el corazón avivado por las soflamas del Partido. Y después estaban los colombianos, que inhalaban pegamento para infundirse ánimo y a veces, cuando encajaban pequeñas piezas de metralla en la carne o les saltaba gravilla a los ojos, se reían primero y después gemían y llamaban a sus madres. Cuando un soldado caía herido, un sanitario adicto a los opiáceos , a cualquiera de ellos, galopaba hasta su posición y le administraba morfina, y entonces su cuerpo se disolvía como problema, dejaba de ser problema; ya no pesaba ni dolía, y el pensamiento del soldado volaba como un ángel hasta posarse en un lugar paralelo a la guerra, o en una guerra paralela a la guerra. Porque había una contienda a ras del suelo, orgánica, sanguinolenta, y había otra a diez cuartas del suelo, tejida con los hilos de la embriaguez. Y en aquella guerra de arriba los hombres no tenían miedo. Y no tener miedo es uno de los dones más preciados de la humanidad.

El ladrón de morfina

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